Todos tenemos claro que, generalmente, una narración literaria de quince páginas es un cuento, y una de trescientas, una novela. Pero a medida que vamos añadiendo palabras a la primera y quitándoselas a la segunda, nos acercamos a una franja indefinida; a una tierra de nadie que quizá empieza en las cincuenta o las sesenta páginas y quizá termina en las ciento veinte o las ciento treinta.
Es entonces cuando los estudiosos que elaboran manuales y tesis se hacen la gran pregunta: ¿Esto es un cuento largo o una novela corta?
La novela corta, sus místicos límites y su frecuente olvido
Se ha discutido largamente sobre esa diferencia. Por supuesto, sin llegar a ningún acuerdo, porque tal frontera no existe y la polémica no deja de ser un juego de académicos tan trivial como irresoluble. Así que seremos prácticos y llamaremos novela corta a esa narración que queda a caballo entre los dos géneros que Julio Cortázar diferenció acudiendo a la jerga del boxeo: el cuento, dijo el argentino, gana por knock out, mientras la novela lo hace por puntos.
Según ese criterio, uno de tantos posibles, quizá a una historia de ochenta o de cien páginas no le resulte suficiente con un buen golpe. Necesita, seguramente, de un discurso sostenido y un sabio uso de los recursos novelísticos para llegar al lector.
El caso es que las novelas cortas, aunque siempre se han escrito y leído, suelen quedar relativamente al margen cuando se hacen listas de las mejores obras de la literatura. Esa especie de limbo en que se sitúan no acaba de beneficiar a su prestigio, porque de algún modo parece más contundente, más definitivo, presentarse a la lucha con un novelón de mil páginas como Guerra y Paz. La categoría del peso pluma, naturalmente, la disputan los cuentistas; y los escritores que han encontrado su sitio en la media distancia se preguntan, entretanto, qué tendrá que ver el tonelaje de una obra con su calidad.
Pero aunque la narrativa se haya definido tradicionalmente a través de la novela normal y el cuento, la extensión intermedia resulta idónea para una enorme cantidad de lectores. Lectores que buscan historias de más largo aliento que los relatos de Carver pero se sienten intimidados o desanimados por la inquietante semejanza que El hombre sin atributos guarda con un ladrillo común.
Echaremos un vistazo a algunas de esas novelas breves que, por unas razones o por otras, han demostrado poder mirar a los ojos a cualquier obra de extensión mucho mayor.
El camino hacia la elasticidad de los géneros narrativos
El propio padre de la novela moderna, Miguel de Cervantes, supo comprimir en varias piezas cortas su arte narrativo, y las llevó a la imprenta con el clarificador título de Novelas ejemplares. Pero vamos a dar un salto hasta el siglo XIX, un momento especialmente interesante porque el romanticismo y otras tendencias acaban propiciando una especie de fusión entre los géneros tradicionales, cuyos límites empiezan a hacerse difusos.
Una de las consecuencias es que novela corta coge impulso en todas las literaturas. El inevitable Edgar Allan Poe cultiva, como es conocido, la narración más o menos breve, porque la brevedad conviene mucho a la tensión de sus historias terroríficas o detectivescas. Los crímenes de la calle Morgue y El escarabajo de oro son dos de sus relatos más celebrados, pero cuando una de sus invenciones se alarga más de lo habitual aparece la primera y única novela del escritor de Boston: La narración de Arthur Gordon Pym.
El atormentado Edgar Allan murió pronto, y al año siguiente nació Robert Louis Stevenson, a quien lo fantástico y lo inquietante también ayudarían a poner en pie uno de los clásicos de la novela corta, o de la novela sin más: El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde.
Otros escritores decimonónicos como Melville, Flaubert o Maupassant produjeron igualmente obras de ese formato, mientras en España un autor como Pedro Antonio de Alarcón, que tampoco dejó de prestar atención a Poe, conseguía con El sombrero de tres picos una de las novelas breves más señeras del período.
Sacudidas y obras maestras
El XX se inicia en tierras hispanas con la publicación de las cuatro Sonatas de Valle-Inclán, memorias del ficticio marqués de Bradomín («feo, católico y sentimental», según la célebre descripción de Valle) cuya acción pasa de Galicia a México y de Italia a Navarra. Pero durante esos años, muchas cosas se van a mover en la literatura y muchos sucesos van a zarandear el arte, que jamás volverá a ser el mismo.
Franz Kafka es el nombre clave. Su genio rompedor no parece acomodarse bien a los largos recorridos, y se desenvuelve, en general entre las piezas de media página y las de unas pocas decenas. Ninguna de sus novelas de extensión normal, como El castillo o El proceso, funciona con la perfección de sus relatos breves o de La metamorfosis, un hito literario que da la casualidad de ser una novela corta.
En 1922, aún bajo la resaca de la Primera Guerra Mundial, Hermann Hesse publica Siddhartha, otra pequeña y poderosa novela inspirada muy libremente en la vida de Buda. Escrita con sobriedad y una engañosa sencillez, se trata de un libro rebosante de vida en el que difícilmente se podría encontrar un párrafo superfluo o vacío. Una característica que, por otro lado, solía acompañar a las narraciones de Stefan Zweig, de quien ese mismo año se edita Los ojos del hermano eterno.
La obrita de Zweig no solo comparte generación con la de Hesse. También es una novela corta, también sitúa su acción en Oriente y tiene un tono igualmente alegórico. Pero a pesar de que su excelencia literaria y el placer de su lectura se podrían equiparar a los de Siddhartha, su impacto en las décadas posteriores resultará mucho menor.
Zweig (que confesaba disfrutar recortando y recortando sus borradores hasta que solo quedaba lo esencial) volvería a acertar mucho tiempo después con la asfixiante Novela de ajedrez, otra narración corta terminada antes del suicidio del escritor.
Tres novelas cortas de los cincuenta
Anticipándose a la eclosión latinoamericana y a su realismo mágico, el mexicano Juan Rulfo se sacó de la manga Pedro Páramo en 1955. La historia del hombre que llega a Comala buscando a su padre no fue acogida con grandes críticas, como suele pasar con las obras que no se parecen a lo que ya existe, y tuvieron que pasar los años para que se reconociera su verdadera dimensión.
A principios de esa misma década, un autor estadounidense con poca suerte se peleaba todavía por ganarse el pan como novelista. Su nombre era John Fante y siempre repartiría su talento en narraciones cortas, como la serie dedicada a Arturo Bandini o como Llenos de vida, una divertidísima y vitriólica sátira del american way of life.
Pero el éxito, de nuevo, volvería la espalda al genial Fante y cruzaría el charco para ir a dar mimos a Françoise Sagan, quien con escasos diecinueve años se convertía en una celebridad gracias a Buenos días, tristeza.
El inagotable filón de la novela breve
Las últimas décadas del XX fueron muy fructíferas en cuanto a novelas de corto aliento. Antonio Tabucchi, otro grande orientado a la brevedad, aportaba piezas tan redondas como Piazza d’Italia, y el arisco Patrick Süskind hacía algo similar con La paloma. Gonzalo Torrente Ballester, capaz de moverse con insultante facilidad por todos los géneros y formatos, también dejaba muestras de su genio en obras que se leen de una sentada como Las islas extraordinarias.
La historia siguiente, del eterno candidato al Nobel Cees Nooteboom, podría ser otro buen ejemplo. Pero entre todos esos grandes nombres se coló, en los años ochenta, el de Agota Kristof, una húngara que tras algunas duras peripecias vitales aprendió francés, se hizo escritora y deslumbró con la breve y apabullante El gran cuaderno. Aunque después publicó otras dos novelas cortas que completarían una trilogía editada bajo el título Claus y Lucas, es la primera de ellas la que alcanza alturas en verdad excepcionales, con una prosa seca e hipnótica como pocas veces se ha dado.
La muerte de la novela ha sido periódicamente vaticinada desde hace décadas, pero aún parece lógico suponerle una larga vida al género. También parece lógico esperar que, como ha venido ocurriendo hasta ahora, surjan unos novelistas más proclives al mamotreto y otros más tendentes al centenar de páginas. Sin duda, algunas de esas obras breves serán brillantes, y una diminuta porción, que alcanzará la condición de obra maestra, se irá haciendo hueco entre las futuras listas de las mejores narraciones de siempre.
Diez títulos clásicos
Bartleby, el escribiente
Dijo Borges que esta narración de mediados del XIX fue algo así como Kafka antes de Kafka. Y la verdad es que el personaje del escribiente, un tipo enigmático que una y otra vez se niega a cualquier clase de acción, tiene mucho de kafkiano.
Juan Salvador Gaviota
Una obra con medio siglo que fue emblemática para varias generaciones setenteras. Bach era aviador, y su pequeña novela sobre una gaviota que busca su forma de vivir y de volar trascendió como historia de aprendizaje vital y conecta todavía hoy con los lectores jóvenes.
Rebelión en la granja
Nadie podría acusar a Orwell de no haberse mojado en sus actos y sus escritos. Y no le tocó vivir una época sencilla. La novela, una fábula inspirada en el régimen estalinista, ilustra de forma aplastante cómo envenena el poder, cómo se gestan las tiranías y cómo se traicionan los ideales.
El extranjero
Otra obra elaborada con el fondo de la Segunda Guerra Mundial y una sociedad despedazada y confundida. Meursault, el protagonista de Camus, es un individuo indiferente y pasivo, rendido a lo absurdo de la existencia. El signo de aquellos tiempos y, quizá, de cualquier tiempo.
Lazarillo de Tormes
También es hija de su época (en este caso, el siglo XVI) la que se considera fundadora de la novela picaresca española. Y parece que siempre nos quedaremos sin saber quién desplegó su ingenio en la historia de Lázaro, rodeado de pícaros y farsantes que solo intentan sobrevivir.
El misterio de la cripta embrujada
Algo de esa tradición picaresca recogió Eduardo Mendoza en esta narración de 1978, que junta una trama policíaca con un personaje sin nombre, pero de carisma arrollador. Años más tarde, el humor que impregna la novela también sería protagonista en Sin noticias de Gurb, una historia de alienígenas comedores de churros que llegan a la Barcelona preolímpica.
La muerte en Venecia
Un escritor en crisis viaja a la ciudad de los canales esperando que la magia veneciana le reconcilie con las musas. Lo que encuentra allí, sin embargo, es un adolescente que lo trastorna hasta la obsesión y una incipiente epidemia de cólera.
Relato de un náufrago
Hay toda una historia real tras esta novela concebida en inicio como reportaje periodístico. El joven García Márquez narró la aventura de un hombre que había sobrevivido diez días en alta mar, pero le costó un exilio porque el relato revelaba también ciertas sombras de la política colombiana de entonces.
El viejo y el mar
Le gustaban a Hemingway los grandes temas: la lucha, la voluntad, la dignidad, la muerte. Todos están presentes en la célebre historia del pescador Santiago, que abandonado por la suerte y cargado de años se enfrenta a un pez descomunal por un último triunfo.
El Principito
Algo tendrá que tener uno de los libros más famosos y vendidos de la historia, ¿no? El aviador Saint-Exupéry lo escribió e ilustró cuando no se encontraba con el mejor ánimo, pero le salió una peculiar mezcla de poesía y filosofía cuya presentación naif ha arrasado entre todas las edades durante décadas y décadas.