Vivir de la literatura nunca ha sido fácil. Por cada autor con ventas millonarias, merecidas o no, se cuentan cientos o miles de escritores notables que malamente llegan a fin de mes. Pero lo que resulta más difícil de aceptar es que también muchos gigantes de las letras hayan pasado por terribles penurias económicas.
El azar o la suerte parecen contar más de lo deseable en el éxito que un autor consigue en vida. Vincent Van Gogh es el ejemplo clásico de artista despreciado por sus contemporáneos e idolatrado tras su muerte, pero ese patrón se ha dado cantidad de veces en la historia de la literatura. Adelantados a su tiempo, incomprendidos o maltratados por la casualidad, los escritores que aquí recordamos tienen algo más en común: a todos ellos les habría encantado ver el lugar que ocupan ahora en las enciclopedias y en las jerarquías de la caprichosa crítica literaria.
Taciturnos y frustrados
Viendo la cara de Edgar Allan Poe en las fotografías queda claro que su vida no fue exactamente una fiesta. El sombrío estadounidense tuvo la ocurrencia de querer ganarse el pan con la escritura, lo que en su tiempo parecía una excentricidad. Y quizá lo fuera, porque aquello le abocó a una existencia llena de privaciones y miserias que lo empujaron al alcohol y las crisis depresivas.
A cambio, Poe renovó de un plumazo los cuentos clásicos cortos de terror y fantasía, y se convirtió en referencia del género para todos los autores posteriores. Lo malo es que, cuando su obra de pionero fue elevada a las alturas, él ya había pasado a mejor vida. Algo nada difícil en su caso.
Menos trágica, pero igualmente injusta, fue la suerte literaria de John Fante. El italoamericano se valió de un alter ego, Arturo Bandini, para escribir una serie de novelas con gran carga autobiográfica y extraordinaria calidad. Pero no tendrían apenas repercusión, a pesar de que en 1939 apareció una editorial dispuesta a promocionar Pregúntale al polvo. Como en una mala broma, la empresa se acabó gastando el dinero destinado a aquella promoción en abogados para hacer frente a la demanda de un autor. Ese autor se llamaba Adolf Hitler, y el motivo de su berrinche era la publicación de Mein Kampf sin permiso por parte de la editorial en cuestión.
Fante terminó escribiendo guiones para Hollywood y nunca llevó bien su fracaso como novelista. Sin embargo, cuando ya vivía sus últimos años, Charles Bukowski lo señaló como uno de sus maestros y reivindicó su figura, con lo que de repente le llegaron los honores y el reconocimiento que siempre se le habían negado. No pudo disfrutar mucho de ellos, porque el autor de Llenos de vida estaba para entonces ciego y sin una pierna, pero aún tuvo arrestos para dictarle a su mujer su última obra, Sueños de Bunker Hill.
El talento desubicado de Jardiel
El recorrido de Enrique Jardiel Poncela fue algo más atípico, porque él sí conoció el éxito con sus primeras obras de teatro. Aunque solo el de público, pues de la crítica, miope frente a su radical renovación del teatro humorístico, siempre le llovieron palos. Jardiel fue un genio nacido en el momento y el lugar equivocados que vio como en su generación eran los poetas quienes se llevaban el prestigio, y como la censura metía las tijeras en cada una de sus obras.
Tras la guerra no fue apreciado por ninguno de los dos bandos, sus novelas pasaron sin pena ni gloria y terminó su corta vida en la ruina y el olvido. Habría merecido otra suerte alguien que resumió su experiencia como guionista en Hollywood diciendo que, para entender a los estadounidenses, uno debía comprarse «una Biblia, un automóvil y un sacacorchos».
Una vida breve, una gloria larga
A John Kennedy Toole bien podríamos haberlo incluido en el post sobre escritores suicidas. Se quitó la vida a los treinta y dos años, frustrado por no haber conseguido que ningún editor confiase en su manuscrito. Si aquella obra llegó a ver la luz fue por la perseverancia de la madre de Toole, que once años después de la tragedia logró su publicación. La conjura de los necios ganó el premio Pulitzer y las andanzas de Ignatius Reilly fueron aclamadas por la crítica, pero su autor jamás pudo bañarse en la gloria literaria que el destino le tenía reservada. Le había faltado paciencia.
Con Charles Baudelaire cerramos el círculo que abríamos con Poe, pues el abanderado del simbolismo francés admiró y tradujo a su contemporáneo americano. También compartió algo de su destino, aunque partiendo de una situación social mucho mejor: Baudelaire heredó una fortuna que despilfarró rápidamente y pasó el resto de su vida en la pobreza, frecuentando prostíbulos y fumando opio.
De su obra Las flores del mal se dice ahora que fundó la poesía moderna, pero en su día causó graves problemas a su autor y le llevó a los tribunales, acusado de ultraje a las buenas costumbres. El choque entre moralidad y libertad literaria no podía encajar mejor con el perfil de un poeta maldito que vivió asqueado con la decadente e hipócrita burguesía de su tiempo.