Escribir es un oficio solitario. Pero ha habido autores a quienes la sed de soledad, o de privacidad, ha conducido a una reclusión y un aislamiento casi totales. Modernos ermitaños cuya habitación hacía de cueva y cuyos demonios llevaban una cámara fotográfica.
Del reverenciado Salinger al cascarrabias Baroja

Si hay un escritor con méritos para encabezar esa huidiza y áspera lista, es Jerome David Salinger. El guardián entre el centeno le dio la fama que tantos buscan, pero a él no le hizo maldita la gracia perder su anonimato y verse idolatrado por millones de desconocidos adoradores de sus obras. Cuando murió, en 2010, llevaba más de cuarenta años sin publicar una sola línea y treinta sin conceder una entrevista.
Enclaustrado en su casa de New Hampshire y obsesionado con blindar su intimidad, llevó a juicio a un escritor que pretendía publicar su biografía y hablar de lo que Salinger consideraba suyo y solamente suyo. Lo que ya no consiguió J. D. fue evitar que su hija Margaret escribiese unas memorias en las que, aparte de pintarlo como un padre tiránico, revelaba un detalle bastante peculiar del comportamiento del novelista: ¡solía beberse su propio pis!

Nuestro siguiente autor no se retiró de la vista ajena con tanta rotundidad, pero siempre dejó bien claro lo poco que le gustaban sus semejantes. Pío Baroja era gruñón y antipático como él solo, y tanto lo era que se enemistó con buena parte de sus contemporáneos, fueran escritores o no.
Baroja afirmaba que solo los tontos tienen muchas amistades y acabó encerrado en sí mismo, con la boina calada y rodeado de libros sobre ocultismo y magia. En su lecho de muerte lo visitó Ernest Hemingway, cuya vida aventurera quizá le habría gustado llevar a don Pío. Pero él se conformó con escribir, caminar y enfadarse.
Depresiones, manías y abogados

La de Emily Dickinson tampoco es, desde luego, una existencia que despierte envidia. Se enamoró profundamente dos veces, y en ambas se le murió muy pronto su amado. Quedó sumida en una depresión que la llevó a aislarse todavía más de lo que en ella era natural. No salía de casa y solo era capaz de hablar con otras personas a través de la puerta entornada de su cuarto.
Emily decidió vestir únicamente de blanco, y su espacio vital se fue reduciendo. Primero paseaba por el jardín, después solo por la casa y finalmente se recluyó, durante años, en su habitación. A su muerte, la que hoy es considerada una de las grandes de la poesía estadounidense dejó un montón de versos que jamás había querido publicar y que solo vieron la luz gracias a su hermana Lavinia.

Patrick Süskind es otro de los ilustres intratables de las últimas décadas. Su asombrosa novela El perfume hace ya treinta y cinco años que fue publicada, y en ese tiempo se ha colado entre los libros más vendidos de la historia mientras su autor se incomunicaba voluntariamente rechazando entrevistas, premios y apariciones públicas. De Süskind apenas existen fotos, y quien ha intentado publicar alguna imagen suya sin el consentimiento del autor se ha encontrado con la notificación de un abogado.
Tanto aislamiento y tanta energía ahorrada evitando la vida social quizá debería haberse traducido en una obra extensa, pero no es así. El alemán ha publicado con cuentagotas y sus libros casi se cuentan con los dedos de una mano, algo que no le ha impedido entrar en la historia de la literatura con todos los honores.
El desprecio infinito de Lovecraft y los enigmas de Pynchon

Seguramente Lovecraft también se habría enterrado en vida si hubiese conocido la época de los paparazzi, aunque en la que le tocó vivir tampoco fue exactamente el tipo más sociable del mundo. Si lo traemos aquí es, sobre todo, por su indudable, rotunda y rabiosa misantropía. Por su condición de narrador que odiaba profundamente a la especie humana, y que quizá por eso la sometía, en sus fantasías, a terrores y amenazas sin fin.
El creador de Cthulhu, uno de los nombres propios en la historia del relato corto, sentía una especie de repugnancia universal que le llevó a afirmar, según parece, que para que un texto despertase su interés debía contener al menos un par de asesinatos en cada página.

Cerramos esta solitaria relación de nombres con el de Thomas Pynchon, un escritor tan esquivo que hasta se llegó a dudar de su misma existencia. La escasez de imágenes suyas alimentó teorías como la de que Pynchon y Salinger eran la misma persona, y a esa confusión contribuyó el autor enviando a un humorista para recoger el National Book Award por El arco iris de gravedad. La maniobra hizo dudar a muchos de los presentes sobre la identidad de aquel hombre, ya que casi nadie sabía qué cara tenía realmente el novelista.
Pero, quitando su patológica alergia a los medios y su complejo y conspiranoico universo literario, Pynchon parece ser un tipo relativamente normal al que, sin ir más lejos, no le falta sentido del humor para prestar su voz a Los Simpson. Su personaje en la serie, eso sí, aparece con una bolsa cubriéndole la cabeza.