Con las novelas policíacas ocurre algo peculiar: igual que existen autores especializados en un tipo de narración, se cuentan por miles los lectores dedicados casi en exclusiva a devorar tramas detectivescas. Su conocimiento de los resortes del género acaba siendo tan profundo que les permite saber, decenas de páginas antes que un neófito, quién es el criminal y cómo se las ha arreglado para perpetrar su crimen. Porque a esos dilemas se reconducen, en su forma más clásica, las intrincadas construcciones novelescas que nos ocupan.
Nos quedaremos sin saber qué habría leído todo ese público fanático de los misterios criminales de haber nacido antes de 1800, porque hay cierto consenso en considerar Los crímenes de la calle Morgue, de Edgar Allan Poe, el primer relato genuinamente policíaco de la historia. Fue publicado en 1841, y en él se presentaba a Auguste Dupin, un sagaz y reflexivo predecesor de Sherlock Holmes que protagonizaría tres historias en total.
Así que estamos ante un género narrativo joven, una creación surgida de la mente de Poe y también de las circunstancias de una época en que se forman los primeros cuerpos policiales modernos en Europa y en Norteamérica: Scotland Yard es creada en 1829, la policía de Toronto en 1834, la de Boston cuatro años después y la de New York en 1844. Ya en 1850 aparece la agencia privada de detectives Pinkerton, en la que, muchas décadas más tarde, llegará a trabajar el conocido autor de novela negra Dashiell Hammett.
La vieja Gran Bretaña…
Sherlock Holmes es un inglés flaco e irónico que fuma en pipa y toca el violín; es también experto en química, maestro del disfraz y adicto a la cocaína. Pero, sobre todo, está en posesión de una sobrehumana capacidad analítica y deductiva gracias a la cual no hay caso que se le resista. Arthur Conan Doyle le dio vida en la novela de 1887 Estudio en escarlata, primera de las cuatro en que mostraría su excéntrica personalidad y que, junto a una cincuentena larga de relatos, forman la existencia en papel del detective de ficción más famoso de todos los tiempos.
Pero si Conan Doyle fue el padre del género detectivesco británico, el papel de madre correspondería sin discusión a Agatha Christie, con su apabullante producción novelística y su también famoso Hércules Poirot. Entre el nacimiento del primero y el de la segunda vendría al mundo G. K. Chesterton, un escritor de amplio espectro cuyo padre Brown empleaba menos la fría lógica y más la psicología, e incluso la filosofía, para esclarecer los entuertos. Los tres nombres, sin olvidar al pionero Wilkie Collins, podrían resumir lo que se ha dado en llamar escuela británica de novela policíaca, que consolidó el empleo de una estructura semejante a un rompecabezas y una clara preferencia por los ambientes sofisticados y los salones de las clases pudientes.
… y la joven Norteamérica
Algo muy diferente iba a surgir al otro lado del charco en los años de la Gran Depresión, previos a la Segunda Guerra Mundial: la novela negra. Un nombre contundente para una tendencia que tampoco se andaba con medias tintas. Las mansiones de la campiña inglesa eran sustituidas por la sordidez de los bajos fondos de las urbes estadounidenses. La cierta asepsia de las tramas y los juegos de lógica dejaba paso a la denuncia social, la marginalidad y los ambientes asfixiantes e inseguros. Los flemáticos investigadores de una pieza, en fin, cedían su lugar a otros contradictorios, cínicos y a menudo de moralidad ambigua.
El ya mencionado Dashiell Hammett y Raymond Chandler, junto con otros autores como Chester Himes, se encargarán de dar referencias y forma definida al género. Creaciones suyas son los detectives Sam Spade y Philip Marlowe, protagonistas de, respectivamente, El halcón maltés y El sueño eterno. La fama de ambas novelas se multiplicaría gracias a sus exitosas adaptaciones al cine.
De la siguiente generación es Patricia Highsmith, una sobresaliente escritora que, en cierto modo, vivió siempre a la contra: con rechazo por la vida social, problemas de alcoholismo y abiertamente lesbiana, abandonó su país natal para instalarse en Europa y movió sus turbios personajes en un mundo que Graham Greene definiría como «cerrado, irracional y opresivo». El antihéroe Tom Ripley, estafador y amoral, es una de sus más celebradas aportaciones a la narrativa del siglo XX.
Un crimen, un detective, unas pistas y mucha psicología
Ya es largo el camino que los relatos de este estilo han recorrido desde las primeras deducciones de Holmes. El planteamiento casi ajedrecístico de los precursores de la novela policíaca inglesa acabó, como hemos visto, generando otras formas y asumiendo otras cargas sociales y psicológicas; pero lo cierto es que el esqueleto de la narración ha de contener, en casi todos los casos, determinados elementos: un crimen, alguien que lo investigue y una trama que sustente el proceso y ofrezca, finalmente, la solución al enigma.
Esos rasgos comunes llevaron a varios de los mejores autores británicos a formar parte del peculiar Detection Club, fundado en 1929 con el fin de acordar las reglas que una novela policíaca debía respetar para no pasar por tramposa o poco legítima. Y son también esos rasgos los que permiten que la mezcla con otros géneros no haga desaparecer la condición de fondo del relato, y que obras como El nombre de la rosa se puedan considerar novela histórica y narración detectivesca a un mismo tiempo.
Tampoco sobra recordar que, en ciertos períodos de su existencia, la novela policíaca fue ninguneada por su falta de nobleza literaria, tal como le pasó a la ciencia ficción; y que, al igual que esta, hubo de sobrevivir en formatos económicos y pulp fiction. Pero hace décadas que esos prejuicios empezaron a desvanecerse, y hoy parece claro que el género siempre acaba encontrando autores y lectores que lo mantengan vivo. Algo que confirma el éxito arrollador de los escritores nórdicos de suspense durante los últimos años.
Un puñado de títulos obligatorios en la novela policíaca
Hemos mencionado ya algunas de las obras capitales de la literatura policial, y añadiremos ahora unas cuantas más, escritas casi todas por autores de referencia.
La piedra lunar, que tanto gustaba a Borges, fue una novela fundacional para la tradición inglesa, y Arthur Conan Doyle solo tenía nueve años cuando Wilkie Collins la publicó. Pasarían varias décadas hasta que el creador de Holmes diera a la imprenta El sabueso de los Baskerville, famosa y polémica a partes iguales desde que un investigador sugirió que podría tratarse de un plagio.
No menos emblemáticas son Asesinato en el Orient Express, en la que Agatha Christie obliga a Poirot a exprimir su materia gris, y El talento de Mr. Ripley, que Patricia Highsmith escribió tras un viaje por Europa pagado con el dinero ganado por la adaptación al cine de Extraños en un tren.
Por su parte, Georges Simenon tuvo una vida tan novelesca que casi rivaliza con su extraordinaria obra literaria, elogiada por figuras dispares como John Banville, Henry Miller y Gabriel García Márquez. Pietr, el Letón es una de varias opciones perfectas para conocer a su comisario Maigret.
También ha existido, y existe, novela policíaca española, y Manuel Vázquez Montalbán, autor de Los mares del sur, fue capaz de sumar a Pepe Carvalho a la lista de personajes ilustres del género. En las últimas décadas, nombres como James Ellroy (La dalia negra), Andrea Camilleri (La pirámide de fango) o el noruego Jo Nesbø (El muñeco de nieve) han confirmado el buen estado de salud de la ficción detectivesca.