De todos los géneros y subgéneros literarios, seguramente solo uno ha sido practicado, con más o menos fortuna, por la mayor parte de los mortales. ¿Quién no ha escrito tres, cinco o cien poemas de amor en sus años adolescentes?
El resultado de sumar a una edad de catorce primaveras un arrebato romántico, y añadirle la lectura de Bécquer o Neruda, suele ser un poema catastrófico. Pero el de escribir poemas catastróficos bien puede considerarse un derecho fundamental de todo enamorado. Cosa distinta son los que escriben personas con otra edad, otra capacidad creativa y otro bagaje. Aunque ni siquiera entonces es seguro que se pueda escapar de la cursilería o el exceso de almíbar.
La poesía amorosa camina, así, por el fino alambre que separa lo emotivo de lo afectado, y lo lleva haciendo desde que existe la palabra escrita. Porque sin duda, al día siguiente de inventarse la escritura ya había alguien pergeñando frases para la persona amada.
Poemas de amor desde las profundidades del tiempo
Lo más parecido que se conoce a ese primer poema pasional es una composición sumeria con más de cuatro milenios. Hay quien la interpreta como una declaración de deseo de una sacerdotisa a un rey, y hay quien, como Eduardo Galeano, ve más bien una noche de amor entre una diosa y un pastor. También el Cantar de los cantares, por mucho que forme parte de la tradición bíblica judía, se dedica al eterno asunto de los sentimientos y las pasiones amorosas.
Sin embargo, uno de los escasos nombres propios que el lector actual puede asociar con el canto al amor en la antigüedad es el de Safo, nacida en la isla griega de Lesbos hacia el año 650 antes de Cristo. A pesar de ser una de las grandes voces de la poesía femenina, no es mucho lo que sabemos de ella, pero cualquier persona que haya perdido el seso por otra podría fácilmente reconocerse en sus palabras, aún a veintitantos siglos de distancia:
... apenas te miro y entonces no puedo decir ya palabra. Al punto se me espesa la lengua y de pronto un sutil fuego me corre bajo la piel, por mis ojos nada veo, los oídos me zumban, me invade un frío sudor y toda entera me estremezco, más que la hierba pálida estoy, y apenas distante de la muerte me siento, infeliz. — Safo
La lírica (es decir, la poesía que se cantaba al son de una lira) tuvo en el mundo clásico su espacio para el amor y el desamor. Y precisamente un admirador de Safo, el poeta Catulo, se hizo conocido en Roma versificando los tumbos de su corazón por causa de una mujer. La llamó Lesbia, y antes de que su tórrida historia terminase (no muy bien para Catulo, sustituido por un amante más joven), le escribió poemas que han sobrevivido estos dos mil años:
Vivamos, Lesbia mía, y amemos, y a las maledicencias de los viejos severos démosles menos valor que a un as. Los astros pueden morir y volver; pero nosotros, una vez muera nuestra breve luz, deberemos dormir una última noche perpetua. Dame mil besos. — Catulo
Trovadores y guerreros a los pies de sus amadas
Ya sabemos que Roma tuvo un largo esplendor y una larga decadencia en la que la poesía, como todo lo demás, se degradó y se limitó a la imitación de los viejos modelos. Pero las personas se seguían enamorando y las palabras de amor seguían surgiendo, mejores o peores. Incluso en la Edad Media, belicosa y oscurecida por un analfabetismo casi total, brotó una forma nueva de vivir y cantar la pasión: el llamado amor cortés.
Provenza fue la cuna de aquellos trovadores que elaboraban composiciones impregnadas de devoción a una dama idealizada. La moda de entonces dictaba que el amante se presentase como siervo, casi esclavo, de su amada, y no fue poco lo que aquello duró. Ya corría el siglo XV cuando Jorge Manrique escribió esto que sigue:
Por fin de lo que desea mi servir y mi querer y firme fe, consentid que vuestro sea, pues que vuestro quiero ser y lo seré. Y perded toda la duda que tomasteis contra mí de ayer acá, que mi servir no se muda, aunque vos pensáis que sí, ni mudará. — Jorge Manrique
Románticos, melancólicos y algo más
Tras el Medievo vino el Renacimiento, y siglos después llegó la Ilustración desconfiando de los sentimientos y despreciando olímpicamente las composiciones poéticas arrebatadas. La consecuencia fue que pronto el péndulo se desplazó al extremo contrario, y el mundo se llenó de poetas románticos deseosos de escribir a pecho descubierto.
No existe país sobre la tierra donde el amor no haya convertido a los amantes en poetas.
Voltaire
A los versos inflamados de Byron y Goethe les sucederían los de otra generación que, a falta de mejor nombre, hubo que llamar postromántica. En la España de esos tiempos aparecen Gustavo Adolfo Bécquer y Rosalía de Castro para escribir sus azares y para componer, a su pesar, la estampa clásica del poeta melancólico y frágil destinado a una muerte temprana. Pero mientras eso ocurre a este lado del charco, en un pueblo de Massachusetts la huidiza Emily Dickinson se acerca por su cuenta a una expresión literaria muy diferente:
Su pecho es propicio para perlas, pero yo no soy un buceador. Su frente es propicia para tronos pero yo no tengo penacho. Su corazón es propicio para un hogar. Yo—un gorrión—construyo ahí con la dulzura de las ramas mi perenne nido. — Emily Dickinson
¿Es diferente el amor moderno?
Ya más cerca de nuestros días, la generación del 27 hizo su parte removiendo corazones y renovando el decir poético del amor. Cernuda, Lorca y Alberti son referencias inevitables, pero quizá la voz de Pedro Salinas logró transmitir mejor que ninguna otra la alegría y las ganas de vivir que trae consigo el enamoramiento. Adiós languidez, adiós suspiros y adiós disparos en la sien por un desengaño…
Tú vives siempre en tus actos. Con la punta de tus dedos pulsas el mundo, le arrancas auroras, triunfos, colores, alegrías: es tu música. La vida es lo que tú tocas. — Pedro Salinas
Solo un poco más joven era Pablo Neruda, que quizá tiene el honor de ser el poeta más plagiado por los adolescentes de las últimas cinco o seis décadas. A Neruda le dio tiempo a ser reconocido en vida, recibir el Nobel, desempeñar cargos políticos, pelearse con otros poetas, dedicar elegías a Stalin, coleccionar caracolas y convertirse en símbolo, entre otras cosas. Pero sobre todo, le dio tiempo a escribir al amor:
Desnuda eres tan simple como una de tus manos: lisa, terrestre, mínima, redonda, transparente. Tienes líneas de luna, caminos de manzana. Desnuda eres delgada como el trigo desnudo. Desnuda eres azul como la noche en Cuba: tienes enredaderas y estrellas en el pelo. Desnuda eres redonda y amarilla como el verano en una iglesia de oro. — Pablo Neruda
Otro nombre recurrente en cuestión de amores versificados es el del uruguayo Mario Benedetti, efectista muchas veces y exitoso casi siempre. Pero junto a Neruda, Benedetti, Vallejo o Paz, de América Latina han surgido voces heterodoxas como la de Ernesto Cardenal, quien además de ser sacerdote, revolucionario y simpatizante de la teología de la liberación, escribió piezas tan sorprendentes como esta:
Me contaron que estabas enamorada de otro y entonces me fui a mi cuarto y escribí ese artículo contra el Gobierno por el que estoy preso. — Ernesto Cardenal
¿Y Borges? Pues sí, el cuentista más famoso del siglo XX también fue poeta, y también cantó al amor. Pero siempre evitando caer en el sentimentalismo literario que aborrecía por encima de todas las cosas:
... Ya los ejércitos me cercan, las hordas. (Esta habitación es irreal; ella no la ha visto.) El nombre de una mujer me delata. Me duele una mujer en todo el cuerpo. — Jorge Luis Borges
Poemas de amor más y menos recientes
Usted se inmiscuye en mi bufanda desde un aura blanquísima que me reverbera los labios. No me muevo, no fumo –quizá a su silencio le moleste esa arruga en la nieve-; y solo cuando marcha me doy cuenta de que he estado aguantándome el pis todo el rato. — Almudena Guzmán
Está claro que este poema no es decimonónico, ni del 27. Está claro que nunca Neruda ni Juan Ramón Jiménez lo habrían escrito. Su autora se llama Almudena Guzmán, y el libro al que pertenece, Usted, fue premiado y publicado en 1986. Ya había pasado más de una década desde la muerte de Ezra Pound, el genial, lunático y antisemita escritor de la generación perdida con cuya obra está en deuda buena parte de la poesía moderna. El autor de Cantos tenía poco más de veinte años cuando escribió «Francesca»:
Saliste de la noche con flores en las manos. Vas a salir ahora del tumulto del mundo, de la babel de lenguas que te nombra. Yo que te vi rodeada de hechos primordiales, monté en cólera cuando te mencionaron en oscuros callejones. Cómo me gustaría que una ola fresca cubriera mi mente que el mundo se trocara en hoja seca, o en un vilano al viento, para que yo pudiera encontrarte de nuevo sola. — Ezra Pound
Nadie dirá, como se dice periódicamente de la novela, que los poemas de amor han muerto y que el género está agotado. Más que nada, porque igual que todo viajero ansía contar su viaje, todo enamorado ansía hablar de su amor. Y porque cada ser humano que nace está, así, condenado a vérselas con las palabras y a leer e imitar a los mejores poetas. Aunque solo sea una vez.