Las ciudades, grandes o pequeñas, han servido de escenario a infinidad de obras narrativas. Pero hay casos en que su presencia y su carácter impregnan las páginas con tal intensidad que es la urbe, y no los personajes, la que protagoniza verdaderamente la historia.
Algunas de esas novelas han acabado identificándose y, casi, confundiéndose con las ciudades en que sitúan la acción. Por eso no pocos viajeros llevan consigo esas obras: para proyectar una luz diferente sobre los lugares que van a recorrer.
Dublín y Joyce
El mejor ejemplo de ciudad obsesionada con un libro probablemente sea Dublín. Y ese libro es Ulises, claro, un artefacto literario de digestión difícil, pero influyente y emblemático como pocos. Cada 16 de junio, en el llamado Bloomsday, la capital irlandesa rinde homenaje a la verborrea incontenible de Joyce y al periplo de Leopold Bloom por callejuelas, rincones, tiendas y antros de la ciudad.
Y es que todo el mundo sabe aquí quién fue y qué hizo James Joyce. Aunque también sería interesante conocer cuántos dublineses han leído el experimento narrativo de pe a pa, sin saltarse una sola digresión ni un solo párrafo del monólogo de Molly Bloom.
Berlín y Döblin
Alfred Döblin fue uno de los escritores que recibieron el impacto del Ulises en aquellos años veinte. Pero él incorporó los nuevos hallazgos a su manera, porque si algo tenía era una personalidad singular y contradictoria que se resistía a cualquier clasificación. Judío convertido al cristianismo, socialista crítico y heterodoxo, llegó a decir que su nación la formaban únicamente «los niños y los locos». De semejante perfil no podía salir una obra insípida.
La monumental y extraña Berlín Alexanderplatz tiene su propio Leopold Bloom. Se llama Franz Biberkopf, y es un delincuente que sale de la cárcel e intenta enmendar su vida, pero pronto se ve sumergido en los bajos fondos berlineses que Döblin describe de manera fragmentaria y deliberadamente caótica. Es 1929 y la novela moderna se abre paso.
Alejandría y Durrell
Estamos en los años cincuenta. La obsesión de las vanguardias por la ruptura estética queda atrás, pero todavía hay mucho que explorar en el lenguaje narrativo. El británico Lawrence Durrell encara una ambiciosa tetralogía novelística que ganará un lugar entre las obras mayores del siglo XX y catapultará a su autor al olimpo literario.
Justine, Balthazar, Mountolive y Clea componen El Cuarteto de Alejandría, un alarde narrativo de compleja estructura e intrincado juego de perspectivas que Durrell maneja con dominio desconcertante y una prosa al exclusivo alcance de los elegidos. Con esas cuatro novelas, el escritor ganó su propia inmortalidad y también la de la cosmopolita, sensual y enigmática Alejandría.
Nueva York y Dos Passos
Volvemos a los años veinte del siglo pasado, un período fértil en obras que hoy se consideran piedras angulares de la novela. Una de ellas la escribió John Dos Passos y se llamó Manhattan Transfer. En pocas ocasiones se puede decir con más razón que una ciudad protagoniza un libro, y la prueba es que prácticamente ningún lector de la obra recordará a ningún personaje al cabo de unos meses.
Son muchos los nombres que pasan por estas páginas, y muchos los seres que pululan por la mastodóntica urbe apareciendo y desapareciendo de la narración y mezclándose con elementos novedosos en la expresión literaria. Se ha hablado de la influencia del montaje cinematográfico en la obra, de las técnicas del contrapunto musical y de muchas otras cosas. Y seguramente todas son ciertas.
Barcelona y Mendoza
El camino del retorcido y arribista Onofre Bouvila, que de la nada levantará un imperio económico y criminal, discurre entero en la Barcelona de finales del siglo XIX y principios del XX. Una urbe efervescente que crece y se transforma entre panfletos anarquistas, conflictos sociales y edificios luminosos. La ciudad de los prodigios, que Mendoza abandonó varias veces antes de terminar, reúne la fantasía con la historia, la picaresca con la intriga y la ironía con la sátira corrosiva. Y a estas alturas nadie duda de su condición de clásico y de retrato extraordinario de una ciudad que, por entonces, corría ansiosamente hacia la modernidad.
París y Hemingway
Son muchos los autores que han escrito sobre París, y muchos los que han ido allí convencidos de que, de algún modo, era necesario vivir la bohemia parisina para convertirse en un verdadero hombre de letras. A todo eso contribuyó el halo de la llamada generación perdida y, muy en especial, Ernest Hemingway y su París era una fiesta. Tan profunda fue la huella del libro en las posteriores generaciones que el joven Enrique Vila-Matas, entre otros, acudió a la capital francesa a pasar estrecheces y emular a su barbudo y vitalista héroe. Lo contó años después en Paris no se acaba nunca.