De un escritor siempre se espera que sepa escoger las palabras; ¡también cuando se trata de insultar o hacer de menos a sus colegas! Y no son pocos los puñales que han hecho volar los desencuentros, broncas y resentimientos generados en el vanidoso y competitivo mundo literario.
Algunas de las pullas entre escritores tienen cierto fundamento y otras son pura tirria personal. Algunos autores parecen sentirse muy cómodos con la gresca y otros solo entran al trapo cuando no les queda más remedio. Algunas de esas trifulcas, en fin, se olvidan en dos días y otras quedan ahí, sobreviviendo a los siglos.
El demoledor Quevedo y el gruñón Umbral
Es el caso de los venenosos vilipendios que Francisco de Quevedo dedicó a su archienemigo Luis de Góngora. De la antipatía más famosa de las letras españolas salieron monumentos literarios como A una nariz, y versos como estos:
Yo te untaré mis obras con tocino porque no me las muerdas, Gongorilla perro de los ingenios de Castilla docto en pullas, cual mozo de camino».
Ni Francisco Umbral, que le ponía pegas a la prosa de medio gremio, podría haber objetado nada a la deslumbrante pluma quevedesca. Aunque sí se atrevió con Baroja, cuya forma de escribir le parecía «espantosa» y «de una torpeza infinita», y con Pérez Galdós, del que dijo que tenía un estilo «pedestre», «vulgar» y «pobre».
Pero donde las dan las toman, y a Umbral también le tocó recibir lo suyo. Para definir su famosa capacidad verbal, Juan Marsé inventó la expresión «prosa sonajero». Decía Marsé, un novelista de raza, que detestaba esa literatura que pone el estilo por encima de todo y, en realidad, está hueca. Algo parecido a lo que le espetó Pérez-Reverte al articulista de la bufanda cuando uno y otro cruzaron improperios. La cosa, precisamente, había empezado con otro insulto: el «gilipollas» que el padre de Alatriste había dedicado a Borges en el mismo Buenos Aires.
Umbral y Cela fueron la diana de muchos de sus colegas de oficio, y no se puede decir que no se lo ganaran a pulso. Incluso Javier Marías bajó al barro para decir que la concesión del Nobel de Literatura al gallego le parecía una noticia nefasta, porque significaba la entronización de la «novela más folklórica, castiza y rancia».
El descalificador descalificado
Todos ellos, en realidad, no estaban más que siguiendo una larga tradición de descalificaciones entre hombres de letras, que tiene a Juan Ramón Jiménez como uno de los más retorcidos exponentes. Porque Juan Ramón criticó a todo el mundo, y lo hizo con soberbia y petulancia infinitas. De Neruda dijo que no sabía escribir ni una carta, arremetió contra Azorín poniéndolo de vendido, ignorante, chocho, provinciano y mentecato, y acusó a Unamuno de «genuflexo». Tampoco dejó títere con cabeza en la generación del 27, empezando por Lorca y Alberti, que, según él, no hacían más que copiarle y plagiarle.
Tuvieron que llegar unos jovenzuelos Buñuel y Dalí para administrarle, por carta, un poco de su propia medicina: «Nuestro distinguido amigo: nos creemos en el deber de decirle (…) que su obra nos repugna profundamente por inmoral, por histérica, por cadavérica, por arbitraria. Especialmente: ¡¡MERDE!! para su Platero y yo (…), el burro menos burro, el burro más odioso con el que nos hemos tropezado».
Lo del pintor y el cineasta no pasó de ser una travesura surrealista, pero en la literatura se han dado odios tan profundos como el que Mark Twain sentía por la obra de Jane Austen: «Cada vez que leo Orgullo y prejuicio me entran ganas de desenterrarla y golpearle el cráneo con su propia tibia», dijo Twain de la inglesa. Y, echando mano de su cáustico ingenio, afirmó también que «una biblioteca que no contenga libros de Jane Austen siempre será superior a una biblioteca que contenga libros de Jane Austen».
¿Se puede despotricar de los clásicos?
Según Charles Bukowski, no. Si le atizas a Shakespeare diciendo que «es ilegible y está sobrevalorado», vas a enfadar y ofender a todo el mundo. La razón, para el autor de Pulp, es que cuando algo ha resistido mucho tiempo, «los snobs empiezan a aferrarse a ello como ventosas».
Borges consiguió en vida esa condición de clásico, y aunque no pertenecía al colectivo de escritores cascarrabias, también se divirtió soltando algunas estocadas a su particular manera. Opinaba, por ejemplo, que Ernest Hemingway «terminó matándose porque se dio cuenta de que no era un gran escritor», y que eso lo salvaba «en parte». Otra sutil pulla se la dedicó a Ernesto Sábato, de quien dijo que era un autor «respetable, cuyas obras pueden estar en manos de todos sin ningún peligro».
Finalmente, lo de Vargas Llosa con García Márquez, grandes novelistas, fue bastante más contundente que cualquier insulto. En cierta ocasión coincidieron tras algún tiempo sin verse, y Gabriel se acercó a su íntimo amigo Mario para abrazarle. Este respondió con un puñetazo que tumbó al colombiano y, de paso, acabó para siempre con la amistad entre los dos. Las versiones sobre el motivo de aquel gancho de derecha suelen apuntar a algo que Gabo habría dicho a la entonces esposa del autor de La ciudad y los perros…