Aunque hace muchas décadas que el cine se impuso al teatro como medio visual masivo, el séptimo arte nunca ha dejado de acudir a las obras escritas para las tablas. Las ideas y palabras de los grandes dramaturgos siguen inspirando a los cineastas y animándoles a rodar versiones más o menos fieles a los originales.
Al poco de nacer, el cine imitaba en casi todo al teatro. Algo natural, porque aquel hermano mayor contaba varios miles de años y era una referencia insoslayable. Así que las primeras cámaras ofrecían el punto de vista del espectador sentado en el patio de butacas, y tanto la disposición de la escena como el desarrollo de la acción, los planos de conjunto o la exageración gestual de los actores venían de la misma fuente.
Con el tiempo, la narración cinematográfica desarrolló un lenguaje y unos recursos propios, y se fue alejando cada vez más de todo aquel mimetismo teatral. Pero el peso de las artes escénicas nunca ha dejado de estar presente. No es menos cierto que, en algún momento, la influencia empezó a darse también en sentido contrario, y que el teatro ha terminado adoptando elementos del lenguaje fílmico. Al fin y al cabo, los guionistas y directores teatrales de los últimos cien años son también hijos del cine.
Los venerables patriarcas del teatro
En cualquier caso, el cine no ha querido desaprovechar la enorme riqueza de la tradición teatral, y eso incluye a los clásicos griegos. Pier Paolo Pasolini, por ejemplo, realizó en los sesenta su particular adaptación a la gran pantalla del Edipo Rey de Sófocles; y otro tanto hizo Lars Von Trier con la Medea de Eurípides un par de décadas más tarde. Incluso Woody Allen se permitiría en Poderosa Afrodita un guiño al teatro clásico, introduciendo en la historia un coro griego para ayudar a la narración.
La sombra de Shakespeare es alargada
Naturalmente, el autor de teatro más famoso y reverenciado de todos los tiempos ha sido una verdadera mina para cineastas, algunos de los cuales han acudido a su repertorio de manera casi compulsiva. Orson Welles se atrevió con Macbeth y con Otelo, y dio vida al orondo Falstaff en Campanadas a medianoche, una especie de ensalada con varias obras del gigante inglés.
Parecida obsesión con William han tenido directores tan aparentemente alejados como Akira Kurosawa y Kenneth Brannagh, un consumado especialista que lo mismo ha hecho de Hamlet que de Enrique V. Pero quizá una de las adaptaciones de Shakespeare al cine más memorables, entre las muchas que existen, sea el Julio César de Joseph L. Mankiewicz. El fragmento en que Brando-Marco Antonio se dirige al pueblo con el cadáver del líder a sus pies es una escena icónica nacida de un favor mutuo: el del dramaturgo al cine, y el del cine a la difusión de unas palabras escritas en otro siglo y para otro público.

Flema británica y un amargo american dream
Más recientes, aunque también clásicas a estas alturas, son las obras de George Bernard Shaw, una de las cuales tuvo especial suerte con sus adaptaciones al cine. Lo curioso es que el nobel de literatura británico partía de un personaje muy antiguo, Pigmalión, que se enamoraba de una estatua hecha por él mismo. Shaw recuperó aquella idea y fue su actualización la que saltó a la pantalla en 1938. Años después llegaría el éxito de su versión musical, My Fair Lady, con Audrey Hepburn como humilde florista, Rex Harrison como profesor de fonética y toneladas de popularidad y premios esperando.
Más sombría era la carga de Un tranvía llamado deseo o Muerte de un viajante. Y es que el cine también echó mano de los dramas de Tennesse Williams y Arthur Miller para mostrar la cara más angustiosa del sueño americano durante la posguerra, con personajes conflictivos, desorientados y llenos de dudas existenciales.
¿Y los españoles?
No han sido ajenos a todo esto los grandes autores españoles de teatro. Las obras de nuestro Siglo de oro fueron también llevadas al cine y una de sus adaptaciones más exitosas es El perro del hortelano, de Lope de Vega, rodada por Pilar Miró. Pero también dramaturgos ilustres del siglo XX como Buero Vallejo han tenido versiones para la pantalla. Fue el caso de la obra Un soñador para un pueblo, que como película llevó el título de Esquilache.
La generación que vivió la arrolladora llegada del cine como medio de masas, por su parte, se vio obligada a nadar entre dos aguas. Miguel Mihura tuvo su experiencia como guionista en el joven cine español, y quedó, según parece, bastante quemado con ella. Otros autores, como Jardiel Poncela, incluso fueron contratados por un Hollywood en plena transición al cine sonoro y necesitado de escritores con oficio. Pero su aventura no tuvo mucho recorrido.
Tampoco este post puede tener más recorrido, aunque la relación del cine con las grandes obras literarias, y con el teatro en particular, haya dado para multitud de tesis y sesudos trabajos. Una relación que, esperémoslo así, seguirá sirviendo para que el público más joven descubra la pista de libros inmortales que esperan en los estantes de las bibliotecas.