El tópico suele presentar al escritor como un ser aislado, encerrado entre cuatro paredes y encorvado sobre sus papeles. Pero un vistazo a la historia de la literatura basta para desmontar esa idea. Primero, porque la mayoría de los grandes de las letras no pudieron vivir de sus escritos, o lo hicieron malamente. Y segundo, porque novelas, poemas, cuentos y dramas se suelen alimentar de la experiencia de sus autores, cuya vida se enmaraña a menudo con su obra.
Hay veces que esa vida resulta todavía más novelesca que las fantasías del autor, y entonces se hace bueno el dicho de que la realidad supera a la ficción. Vamos a hablar de escritores que vivieron una existencia rocambolesca, azarosa e intensa; bien por su temperamento o bien porque, simplemente, les tocó ser zarandeados por los caprichos de la suerte.
Los espadachines del Siglo de Oro
Miguel de Cervantes

Cuesta creer que el Quijote fuese ideado en las celdas de una cárcel sevillana, y escrito, seguramente, en fondas de mala muerte y otros lugares más bien difíciles. Pero así fue la dura vida de Cervantes.
De joven, don Miguel se batió en duelo con un rival al que hirió, y tuvo que salir por patas para evitar la correspondiente condena. La huida le llevó a alistarse en la armada y a luchar en la mastodóntica batalla de Lepanto. Salió de ella con un brazo averiado y una carta de recomendación en atención a su valor, pero cuando se dirigía a España fue apresado por los piratas berberiscos y se pudrió durante cinco años en las prisiones de Argel. De vuelta a su tierra, encadenó trabajos arduos, fue encarcelado y excomulgado, y, de miseria en miseria, ni siquiera pudo beneficiarse del éxito de su novela.
Lope de Vega

Su íntimo enemigo, Lope de Vega, tampoco tuvo una vida aburrida. Disparó arcabuces en el fragor de la batalla, alivió sus pasiones saltando de cama en cama y escribió una cantidad inverosímil de comedias y piezas de todos los géneros. Lope raptó a Isabel de Urbina para convertirla en su primera esposa, y después se volvería a casar, simultaneando el lecho conyugal con los de innumerables amantes y resolviendo en sus ratos libres diferentes líos con las autoridades civiles y religiosas. No es raro que terminase con una crisis espiritual y se ordenase sacerdote, pero tampoco eso apagó del todo sus fuegos íntimos.
Francisco de Quevedo

Quevedo no tuvo tanto éxito con las mujeres. Pero con cojera, miopía y todo, el autor del Buscón se metió en bastantes grescas de las que se dirimían con espada. En una de ellas mató a un hombre, se dice que en defensa de una dama. Además, el buen Francisco bebía como un cosaco, frecuentaba los burdeles y trataba a truhanes y malhechores con igual naturalidad que a las personalidades de la corte. Participó en intrigas palaciegas, hizo de espía y, por supuesto, tampoco se libró de unos cuantos destierros ni de algunos años en la trena.
Del romántico Byron al diabólico Rimbaud
Lord Byron

Ninguna figura del XIX resulta más románticamente novelesca que Lord Byron. El mismo hombre que dejó huella con su obra fue un seductor impenitente y recorrió mares y tierras durante toda su vida. Entre juerga y juerga contrajo fiebres, se hizo amigo de bandidos, tuvo relaciones heterosexuales, homosexuales e incestuosas y se metió, casi teatralmente, en su personaje: un ser enfrentado a las convenciones sociales que clamaba por la libertad.
Arthur Rimbaud

A Arthur Rimbaud, por su parte, le bastaron diecinueve años para cambiar la historia de la poesía. A esa edad dejó de escribir, y a esa edad ya había probado todo y escandalizado a todos. Siendo apenas adolescente lo había violado un pelotón entero de soldados, y después vivió una tempestuosa relación con Verlaine, entre vagabundeos, adicciones y desvaríos. En las peleas entre ambos hubo disparos y cuchilladas, pero el autor de Iluminaciones acabó cambiando de rumbo. Se enroló en el ejército, desertó, se hizo mercader de camellos, luego traficante de armas y así consiguió, finalmente, una fortuna de la que no pudo disfrutar demasiado tiempo.
Buscadores de oro, corresponsales y soldados
Jack London

Tampoco fue anodino el paso de Jack London por este barrio. Se embarcó muy joven, y a su vuelta a Estados Unidos desempeñó varios trabajos terriblemente duros. Acabó convertido en vagabundo, y eso le costó una temporada a la sombra. Pero London no era un tipo fácil de desanimar, así que, en plena fiebre del oro, marchó a Klondike a probar suerte. No se hizo rico y además pescó el escorbuto, pero aquellas vivencias le servirían de mucho en sus historias. Jack murió pronto, y aún hoy no está claro si se suicidó.
Ernest Hemingway

Del suicidio de Hemingway, en cambio, no hay demasiadas dudas. El vitalista Ernest había estado presente en muchos de los disparates bélicos del siglo XX. Fue herido en Italia con solo dieciocho años, y cubrió como corresponsal las hostilidades entre Grecia y Turquía, la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial, exponiéndose bastante más de lo aconsejable. Todo ese horror no le quitó las ganas de correrse jaranas parisinas con James Joyce, ni de entusiasmarse con los sanfermines en Pamplona o con los safaris en Tanganica. En su vida, claro, tampoco faltaron mujeres, y de tan intenso cóctel salieron novelas como Fiesta y libros de relatos como Las nieves del Kilimanjaro que le valieron el Nobel de Literatura.
Ernst Jünger

El alemán Ernst Jünger vivió el drama del combate aún más directamente. Herido una docena de veces y condecorado en la Gran Guerra, publicó Tempestades de acero relatando su experiencia; un libro que le evitó problemas cuando se enfrentó a los nazis, porque le había gustado a Hitler. También estuvo Jünger en el segundo conflicto mundial, salvó la vida de varios judíos, y, entre una guerra y otra, le dio tiempo a hacerse un experto entomólogo e investigar multitud de materias. El inclasificable intelectual, que había estado tantas veces cerca de la muerte, falleció apaciblemente a los ciento dos años, tras desfilar ante sus ojos el siglo XX entero.