De alguna manera, la literatura japonesa es una gran desconocida en Occidente. Las profundas diferencias culturales y estéticas, junto al largo período histórico de aislamiento del país, han generado cierta sensación de distancia en cualquier lector europeo que se acerque a la obra de un autor nipón. Pero también hay que recordar que la moderna permeabilidad japonesa a la influencia de otras culturas, en especial tras la Segunda Guerra Mundial, ha estrechado mucho ese abismo para las generaciones recientes. El Japón tradicional, de cualquier modo, mantiene un aura indudablemente misteriosa, y sus obras literarias ofrecen esa oportunidad de penetrar en mundos nuevos y distintos que siempre ha ido de la mano del arte de contar.
La gigantesca sombra de China
El primer sistema de escritura empleado en el Sol Naciente no fue autóctono, sino importado de China, cuyo ancestral y poderoso temperamento marcó la sociedad y las artes japonesas durante siglos. Se cree que hasta la adopción de los ideogramas chinos (kanji), en la isla hubo un tradición exclusivamente oral.
Las formas poéticas tuvieron desde el principio una enorme relevancia en las letras japonesas. El Kokinshū es una gran colección de poemas reunida en torno a año 900 a la que se dio cierto carácter nacional, como afirmando una identidad que crecía al tiempo que se iba librando de rasgos y préstamos llegados de China. La antología, compilada por orden del emperador y que sirvió de canon poético durante casi un milenio, es producto de la llamada era Heian o período clásico, en el que la literatura y las artes florecen en una estética particular, llena de sutileza y definida desde lo masculino y lo femenino por igual.
El refinamiento cortesano y una larga Edad Media
El libro de la almohada es un diario íntimo escrito por una dama de la corte llamada Sei Shōnagon en la última década del siglo X. Hoy se lee como un valioso documento acerca de la vida aristocrática de la época, pero también como una pieza literaria de transparencia y agudeza inusuales que le han valido la condición de clásico de la tradición japonesa. Su trascendencia, sin embargo, es seguramente superada por la del monogatari, género que engloba las narraciones en prosa del período y cuyo nombre equivale a historia o relato.
La Historia de Genji, o Genji Monogatari, es considerada la mayor y más perfecta de esas obras. Y dada su cronología, también en torno al año 1000, no son pocos los especialistas que la señalan como novela más antigua de la que se tiene noticia. Su autora es de nuevo una cortesana, Murasaki Shikibu, y su contenido se suele dividir en tres partes que incluyen el largo relato del príncipe Genji (su nacimiento, sus romances, su ascensión, su desgracia, su muerte) y también el de alguno de sus descendientes. Aunque ciertas peculiaridades de las costumbres japonesas medievales, trasladadas al texto, pueden plantear pequeños obstáculos al lector moderno, la narración de Genji es una obra ineludible en la historia literaria de Japón y de Asia entera.
En los siglos siguientes, la producción escrita en la isla se acompasa a circunstancias históricas desafortunadas, como hambrunas y guerras, y a la preponderancia de los monjes en la actividad cultural. A mediados del XVII, la dinastía Tokugawa decide mantener al país libre de la influencia extranjera y Japón se cierra al resto del mundo. Es al principio de ese aislamiento que durará dos siglos cuando nace Matsuo Bashō, un nombre que va a quedar asociado para siempre a esa singular manifestación poética que recibe el nombre de haiku y que se inspira, tradicionalmente, en la sutil hermosura de cualquier instante vivido en la naturaleza.
La repentina llegada de la modernidad
El aislamiento impulsado por los Tokugawa llega a su fin a mitad del siglo XIX. Ha sido un largo período de paz, fértil en poesía y teatro kabuki, del que el país despierta bruscamente un buen día de 1853, cuando se presentan cuatro barcos de guerra estadounidenses, atiborrados de cañones, con la intención de invitar al shogun a una amistosa apertura comercial. Así comienza el período Meiji, una era en la que el país se va a zambullir en la modernidad con todo lo bueno y lo malo que eso significa. Pero su literatura, anquilosada por la falta de estímulos exteriores y el agotamiento de las formas tradicionales, revive y encuentra por fin ideas nuevas. Futabatei Shimei traduce a los clásicos rusos, Izume Kyōka recibe inspiración de la novela gótica y Masaoka Shiki lleva aire fresco al viejo arte del haiku. Por su parte, Natsume Sōseki se revela como una voz original que alcanza la fama con la publicación, en 1905, del celebrado Soy un gato.
Las décadas posteriores vienen marcadas por el crecimiento del nacionalismo y la trágica participación del país en la Segunda Guerra Mundial, que terminará con Hiroshima y Nagasaki calcinadas por el horror nuclear. Antes, Akutagawa Ryūnosuke ha dejado huella en las letras japonesas con una corta pero intensa carrera que incluye obras como Rashōmon, y que queda cortada por el suicidio del autor en 1927. Suicidio que, por cierto, no será el último de un escritor nipón en el siglo XX. Hasta cuatro intentos fallidos hará Osamu Dazai, admirador de Ryūnosuke y, como él, autor capital de la primera mitad de la centuria, antes de quitarse definitivamente la vida en 1948.
Del orgulloso Mishima al superventas Murakami
Al país le toca levantarse tras la derrota bélica y el traumático sentimiento de humillación que trae consigo. En los años que siguen al fin de la guerra, Jun’ichirō Tanizaki publica Sasame Yuki y un joven llamado Yukio Mishima hace lo propio con Confesiones de una máscara, tan transgresora y fascinante como el autor. La arrolladora personalidad de Mishima eclipsará, en cierto modo, a otras figuras surgidas en la novelística de posguerra japonesa como Kōbō Abe, a menudo comparado con Franz Kafka por su gusto por las atmósferas de pesadilla.
Mishima, erudito, narcisista, genial y contradictorio, es todo un personaje. Conoce a fondo la cultura europea pero detesta la occidentalización de su país. Escribe y publica obras que pasan de inmediato a formar parte del gran patrimonio de la literatura mundial, como El pabellón de oro, El marino que perdió la gracia del mar o La perla y otros cuentos, mientras practica el culturismo y se hace maestro de kendo. Forma un ejército privado al que llama Sociedad de los Escudos, y planea con detalle un suicidio ritual que escenificará, tras el secuestro de un comandante, el 25 de noviembre de 1970.
Dos años antes, en 1968, el Premio Nobel de Literatura ha sido concedido por primera vez a un escritor japonés, Yasunari Kawabata. El autor de Lo bello y lo triste, El maestro de Go e Historias de la palma de la mano dice sentir sorpresa por haber ganado el galardón en lugar de su amigo Yukio Mishima, a quien considera un creador muy superior. Como él, como Dazai, como Ryūnosuke, Kawabata pondrá voluntariamente fin a su vida en 1972.
Un nuevo novelista nacional se va a hacer popular en Occidente un par de décadas más tarde. Su nombre es Kenzaburō Ōe y el motivo de esa popularidad vuelve a ser, por supuesto, la concesión del Nobel. Pero para entonces, Ōe ya tiene una sólida y respetada trayectoria literaria con títulos como La presa, Una cuestión personal y ¡Despertad, oh jóvenes de la nueva era!
Durante los años más recientes, otros nombres se han abierto paso en el panorama japonés de las letras: Natsuo Kirino ha construido su prestigio en el género policíaco y Banana Yoshimoto ha producido ensayos, novelas y relatos. Pero es sin duda Haruki Murakami quien ha alcanzado un mayor impacto a nivel internacional desde el éxito fulgurante de Tokio blues, uno de los libros japoneses más vendidos de la historia.
Las novelas de Murakami parecen generar cierta polaridad en las opiniones de la crítica y el público: se ha convertido en un habitual candidato al Nobel y su obra ha sido masivamente traducida y vendida, pero también se le reprocha cierto amaneramiento en la escritura e incluso se le llega a tachar de escritor de clichés pop con evidente orientación comercial. Será el tiempo, ese que seguramente ha hecho ganar brillo a lo escrito por Yukio Mishima, el encargado de dar una respuesta definitiva acerca del autor de Kafka en la orilla.