No hace tanto tiempo, Jeanette Winterson tenía muchos boletos para que los lectores se acercasen a su obra con una bonita colección de prejuicios: era lesbiana, la homosexualidad parecía un tema recurrente en sus novelas, y su historia personal incluía romances con mujeres relativamente conocidas en su país (una presentadora de televisión, una escritora y una editora que era, además, esposa del famoso autor Julian Barnes).
A día de hoy, con sesenta años, una personal y extensa obra y hasta la Orden del Imperio Británico en la pared de su casa, la calidad de la escritura de Winterson ya no se cuestiona. Aunque ella, como buena novelista, sí continúa cuestionándose todo y planteando en sus libros las grandes e irresolubles preguntas acerca del amor, el sexo, el tiempo y el perdón.
La literatura, otra vez al rescate
Jeanette solo tenía veinticinco años cuando publicó Fruta prohibida, tan autorreferencial como suelen serlo las primeras novelas. Pero, en su caso, había para ello más razones de las habituales: algunos años antes, con solo dieciséis, sus rígidos y muy religiosos padres adoptivos la habían echado de casa, escandalizados por sus relaciones con otra chica. Así que la futura escritora se encontró en la calle y tuvo que vivir una temporada en un coche destartalado y dar unos cuantos tumbos hasta que alguien le tendió una mano.
Oranges are not the only fruit, que así se llamaba realmente la novela, no podía ser otra cosa que autobiográfica. Pero resultó que la joven Winterson, además de una infancia y una adolescencia duras, tenía ya un serio bagaje lector y, sobre todo, tenía talento. Tanto que el libro consiguió el premio Whitbread, fue un éxito de ventas y puso a su autora entre las más prometedoras voces de la literatura británica.
La pasión y el oficio de escribir
Aquel comienzo fulgurante podría haber sido todo, pero no solo no lo fue, sino que estaba a punto de llegar una obra de sorprendente altura y belleza. La pasión sigue siendo, probablemente, la joya de la corona en la producción literaria de Jeanette Winterson. Y hacía falta audacia para hilar la historia del joven Henri, perdido en el ejército napoleónico, y la fascinante Villanelle con sus pies palmeados; la historia de la guerra y el juego, la del desamor y los canales venecianos. También hacía falta el don de la palabra y el ritmo, y Winterson lo tenía:
—¿Vas a matar a gente, Henri? Me agaché a su lado. —A gente no, Louise. Solo al enemigo. —¿Qué es el enemigo? —Alguien que no está del lado de uno.
El lirismo y la imaginación de la inglesa volvían a aparecer en Espejismos con fragmentos cautivadores, pero el conjunto resultaba más irregular. Y en las páginas de Escrito en el cuerpo, con Jeanette regresando a las relaciones amorosas y sus infinitas vueltas de tuerca, la frescura parecía empezar a perderse. ¿Quizá, con poco más de treinta años, nuestra autora ya lo había dicho todo?
Cuentos, crisis, memorias y exploraciones
En realidad, no. A un temperamento como el suyo le quedaba mucho que experimentar, que bucear, que desarrollar. Y además tenía algunas cuentas pendientes con su pasado, que saldó en 2011 a través de unas singulares memorias tituladas ¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal? El título no se lo tuvo que inventar la escritora; era exactamente lo que le había dicho su madre adoptiva intentando «curarla» de su homosexualidad.
Pasó por el cuento breve en 1998 con El mundo y otros lugares, y recuperó un registro similar al de La pasión para escribir La niña del faro, pocos años después. Superada una crisis personal causada por una ruptura amorosa y el descubrimiento de su adopción, volvió los ojos a Shakespeare en El hueco del tiempo y al monstruo de Mary Shelley en Frankissstein. Ahora se lanzaba por los vericuetos de la inteligencia artificial y se adentraba en los límites de la conciencia y la realidad. De nuevo grandes temas para una autora que, con mayor o menor fortuna, nunca ha dejado de moverse y de explorar.
La desafiante y luminosa obra literaria de Jeanette Winterson se defiende sola, y ella, más allá de ser reivindicada desde círculos feministas y homosexuales, ha demostrado poseer una voz única y una rabiosa independencia personal y creativa. No se parece a Jane Austen ni tampoco a Virginia Woolf, con quien a veces se la compara, y seguramente a estas alturas ya no necesita repetir aquello que una vez afirmó: «Soy una escritora que resulta que es lesbiana, no una lesbiana que escribe».