Decía Balzac que detrás de toda fortuna hay un crimen. En el caso de los escritores, lo que suele haber es un arrollador éxito de ventas, aunque las lenguas más viperinas apuntarán que escribir según qué best-sellers podría tener cierto parentesco con la actividad delictiva.
Se mire como se mire, los hombres de letras que llegan a hacerse ricos son una excepción entre las excepciones. Y de esos rarísimos casos queremos hablar. De autores que, de un modo u otro, conectaron con la masa lectora de su tiempo y vieron caer el dinero en cataratas.
Los reyes del XIX
Autores como Alexandre Dumas, un tipo capaz de regalar a sus contemporáneos maravillas como Los tres mosqueteros y de montar una red de colaboradores para poder atender sus mil encargos. El hombre se hizo de oro con espléndidas novelas de aventuras que, en realidad, contenían mucho más que aventuras. Y aquella fortuna no fue a parar exactamente debajo del colchón, porque al vitalista Alexandre le encantaba derrochar.
Mandó construir el castillo de Monte-Cristo, cerca de París, lo rodeó de jardines rebosantes de fuentes y estatuas y lo atiborró de carísimos y extravagantes muebles. Incluso llevó allí a algunos artistas árabes para que decorasen una estancia a la manera de los antiguos palacios musulmanes.
Además, el escritor gastaba disparates en comida y bebida, organizaba grandes fiestas y mantenía a varias amantes a un tiempo. Todo eso, junto a su afición al juego, le fue devorando las riquezas y lo llenó de deudas que le obligaron, finalmente, a vender su château.
Dumas murió en 1870 pensando, probablemente, aquello de que me quiten lo bailao. Y ese fue también el año de fallecimiento de otra gloria de la novela decimonónica: el británico y popular Charles Dickens.
Esa popularidad, obtenida a golpe de novelas por entregas como Oliver Twist o La tienda de antigüedades, se tradujo en una riada de libras para el buen Charles, quien pudo así comprar la mansión que le obsesionaba desde niño. Gad’s Hill Place, eso sí, era mucho más discreta que la espectacular propiedad de Dumas padre, pero Dickens pudo al menos vivir en ella hasta el final de sus días.
El literato disfrutó allí de las visitas de ilustres colegas, aunque alguna, como la de Hans Christian Andersen, más bien la padeció. Parece ser que el célebre escritor de cuentos infantiles no llegó a la mansión de Dickens en el mejor momento, pues el novelista no solo andaba atareado con mil trabajos, sino también metido en serios problemas conyugales. Pero al danés, que hablaba mal la lengua de su anfitrión y solo estaba invitado para dos semanas, se le ocurrió quedarse más de un mes, lo que dejó al pobre Charles con los nervios deshechos y aniquiló la relación amistosa.
Lujo asiático en Francia y Suiza
Seguimos con las casualidades, porque Vicente Blasco Ibáñez, nuestro siguiente magnate de las letras, colocó una efigie de Dickens en un lugar preferencial de su villa Fontana Rosa, en la Costa Azul. Un complejo principesco, que el valenciano pudo comprar y reformar gracias al enorme pastizal que le reportaban sus obras.
Su novela Los cuatro jinetes del Apocalipsis había reventado el mercado estadounidense en 1919, y el autor se había convertido en una auténtica estrella allí. Hizo una gira triunfal por el país, sus artículos y conferencias fueron retribuidos con cantidades que nadie más podía soñar, y Hollywood le pagó una fortuna por los derechos cinematográficos de sus historias. Así que Blasco, él mismo un personaje novelesco, se compró un Rolls Royce, se fue a vivir como un pachá a la Riviera francesa y, cuando le apeteció, hizo un largo viaje alrededor del planeta. De aquello salió un libro, La vuelta al mundo de un novelista, que, por supuesto, también le dio fabulosas cantidades de dinero.

Vladimir Nabokov, al contrario que todos los mencionados, ya nació rico. Su infancia transcurrió entre la aristocrática opulencia de una mansión de San Petersburgo y las señoriales fincas que su familia usaba como residencias de verano. Pero la historia dio un bandazo de los suyos y los Nabokov tuvieron que escapar de Rusia con la llegada del bolchevismo.
Vladimir, que había recibido una educación plurilingüe, terminó dando con sus literarios huesos en Estados Unidos, esta vez huyendo de los estragos de la Segunda Guerra Mundial. Y ya era un hombre maduro cuando publicó Lolita, libro que gracias a escándalos y prohibiciones se haría mundialmente famoso y devolvería a su autor la posibilidad de llevar una vida regalada.
Un buen día, Nabokov visitó el Hotel Palace de Montreaux y decidió quedarse allí. Cazando mariposas, contemplando el lago Leman y viviendo como el aristócrata que nunca había dejado de ser.