Pocas veces un género literario y un escritor han quedado tan unidos como el horror cósmico y H. P. Lovecraft. Porque aunque el autor de Providence dejó también textos de otro tipo, es básicamente por los célebres Mitos de Cthulhu, ya incorporados a la cultura popular, que se sigue hablando de él en pleno siglo XXI. Nadie discute hoy su condición de gran referencia de la literatura fantástica, y de creador, o recreador, de un mundo entre lo onírico y lo pavoroso cuyas huellas permanecen bien visibles.
Parece ser que el pequeño Howard Phillip tenía aterradoras pesadillas nocturnas que, sumadas a un par de docenas de problemas, familiares y de otro tipo, harían del adulto Lovecraft un personaje bastante peculiar. Solitario, melancólico, con rechazo por el contacto físico e ideas ultraconservadoras, solía escribir con las persianas bajadas y luz eléctrica aunque fuera luciese el sol. Tuvo una esposa judía a pesar de su antisemitismo y no veía esperanza en el futuro a pesar de su fe en la ciencia, contradicciones y paradojas que se repiten en su biografía y añaden interés a su figura, tan poco prestigiosa en su tiempo como valorada tras su muerte.
El cosmicismo, ese concepto
Lovecraft vivió entre 1890 y 1937, un tiempo en que la actividad científica avanzaba a grandes zancadas. Pero la ciencia, nacida para arrojar luz sobre el misterio del universo y la naturaleza, también ha hecho a los seres humanos más conscientes de la magnitud de ese enigma y de su perfecta insignificancia en el cosmos, pues en las oscuras inmensidades del tiempo y el espacio cualquier cosa, suceso, criatura o idea parecen posibles. Esa certeza impregnaría hasta la última gota de tinta gastada por el escritor.
Las más celebradas narraciones de Lovecraft, que han extendido su influencia a la ciencia ficción, parten de las obras de Poe, Lord Dunsany, Arthur Machen y algunos otros autores que navegaron entre la fantasía y el terror. Así, el mérito del de Providence no fue tanto inventar algo que no existía como fundir y reinterpretar a su manera ciertos elementos para crear un universo característico. Un universo que tomaría forma en los llamados Mitos de Cthulhu, que constituyen un ciclo diferenciado; un conjunto de relatos escritos entre 1921 (La ciudad sin nombre) y 1935 (El morador de las tinieblas) con una idea matriz: en una edad remota, nuestro planeta estuvo habitado por otras razas y entes que practicaron la magia negra y fueron, finalmente, expulsados de la Tierra. Pero esos seres continúan vivos, y acechan desde oscuros abismos esperando su momento para volver a ocupar el mundo que un día les perteneció.
En ese escenario de entidades monstruosas y criaturas cósmicas (en particular, los llamados Primigenios) nacidas mucho antes que la especie humana, las ideas y la moral de esta última no tienen el menor sentido. Nuestra raza aparece y desaparece en un breve parpadeo del caos, no es más que un efímero accidente cuyas leyes y cuyos conceptos del bien y del mal simplemente no existen en la escala del cosmos. Esa indiferencia del universo hacia los humanos, desamparados frente a fuerzas y poderes incomprensibles, es lo que subraya el cosmicismo y alimenta el terror lovecraftiano: no hay bondad ni esperanza, solo azar. El único futuro es la desaparición.
El buen Howard Phillip redondeó su pesadillesca creación con un libro ficticio de magia negra llamado Neocromicón, capaz de traer la locura y la muerte a quien pretendiera leerlo. Es citado en varios de los relatos, y el autor lo dotó de una cierta apariencia de verosimilitud que hizo pensar a numerosas personas que se trataba de un texto real.
¿Fue Lovecraft el único creador del terror cósmico?
Pocos de sus contemporáneos dieron importancia a la obra de Lovecraft, y solo después de su muerte se publicaron en forma de libro sus obras, hasta entonces dispersas en revistas. Pero entre esos pocos hubo unos cuantos especialmente fieles que formaron lo que se llamó el Círculo de Lovecraft: un grupo de admiradores y escritores que apreciaban sus ideas y relatos, y con los cuales el autor mantuvo una larga e intensa relación epistolar. Pero al huraño Howard Phillip también le gustaba, otra de sus contradicciones, viajar de vez en cuando para encontrarse con sus muy literarias amistades.
La más estrecha fue quizá la que mantuvo con Robert E. Howard, creador de Conan el Bárbaro, a pesar de que en ese caso no hubo contacto personal. También Robert Bloch, Clark Ashton Smith, Donald Wandrei y algunas otras plumas estimables dentro de la literatura de terror y de ciencia ficción formaron parte del Círculo. Publicaban en revistas como Weird Tales, y todos ellos se introdujeron en los mitos lovecraftianos para, animados por su autor, ensancharlos y enriquecerlos con sus aportaciones.
Entre las obras sumergidas en la mitología de Cthulhu que no fueron escritas por el de Providence, ocupa un lugar especial La piedra negra. Su amigo Howard la publicó en 1931, solo cinco años antes de pegarse un tiro en plena juventud y añadirse a la macabra lista de escritores suicidas. También tienen relevancia El vampiro de las estrellas, de Bloch, y El relato de Satampra Zeiros, de Ashton Smith, a quien Lovecraft elogió con entusiasmo. Todas esas piezas añaden, naturalmente, nuevas y repulsivas deidades al siniestro panteón fundado por el literato de Nueva Inglaterra.
El Círculo, que intercambió una correspondencia en la que cada uno utilizaba un sonoro y fantástico apodo, no solo ayudaría a consolidar las características del horror cósmico. También se encargaría de rescatar, clasificar y difundir las obras del creador de Cthulhu tras su muerte, dándoles el impulso suficiente para atravesar las décadas y asomarse, sin perder brillo, al siglo XXI.